Mi nombre es Katherin Gualdrón, tengo 22 años. Toda mi vida se me dijo que tenía que conseguir un hombre con quién formar una familia y, de paso, hacerme de un futuro a su lado.
No se me hacía descabellada la idea y, con el pasar de los años, encontré un buen chico que podía ser mi compañero. Las cosas se dieron entre nosotros, íbamos a la misma prepa y nuestros padres se conocieron y se cayeron bien después de hacernos novios.
Comencé a ir a la universidad, pero él no. Decía que todavía no tenía muy claro a lo que quería dedicarse y quería descubrirlo. Mientras lo hacía, trabajaba con un primo en un puesto en el tianguis. La verdad, no le iba nada mal y eso me alegraba, pues mi madre siempre me dijo que me asegurara que mi compañero no fuera una carga, como lo había sido mi padre y que después se había ido sin agradecer nada de lo que mi madre le dio.
En todo caso, con mi novio estábamos en un buen momento. Pero las cosas se complicaron cuando a mi madre, por robarla la empujaron a la calle y ella, al caer, se golpeó con el borde de la acera y murió.
Mi madre era todo para mí. Me cuidó sola y siempre estuvo a mi lado apoyándome en cualquier decisión que tuviera que tomar. No siempre decía que sí, pero me escuchaba y, lo más importante, desde el corazón me acompañaba.
Su pérdida fue devastadora para mí. Tanto que ya ni siquiera quería salir sola de casa; tenía miedo de que me robaran, pero más que todo, tenía miedo de no poder tener la vida que mi madre siempre quiso para mí.
Francisco, mi novio, estuvo dándome su apoyo todo el tiempo. Era un buen hombre y a veces me sentía mal porque él se saltaba el trabajo para poder acompañarme a mi casa, a mi universidad o a cualquier lugar que tuviera que ir. Lo que me alentaba era su compañía; él no se quejó, ni una sola vez de tener que abandonarlo todo y estar a mi lado. Pero, yo en el fondo sabía que eso era injusto para él y para todo lo que había logrado conseguir.
Un día, él me llamó para decirme que se había accidentado en la moto, no era nada grave, pero quería que lo acompañara al hospital para hacerse un chequeo. Eran las 7 pasadas, a esa hora estaba oscuro y tenía miedo de salir de mi casa. No porque fuese un lugar peligroso, sino porque no tenía nadie que me acompañara.
Me armé de valor, agarré el paraguas para defenderme por si acaso y salí. Tenía que agarrar el metro, de la estación Juanacatlán hasta Hidalgo. No era un viaje largo, así que eso me tranquilizaba.
Al entrar a la estación vi un perro que daba vueltas oliendo a todos. Siempre me gustaron los perros, pero mi madre nunca me dejó tener uno. Era blanco con algunas manchas cafés por el cuerpo, no muy grande y, por como movía la cola, parecía ser muy cariñoso.
Mientras esperaba el tren el perrito se me acercó. Estiré la mano para consentirle la cabeza y no me di cuenta que un hombre se había hecho a mi lado.
Hasta que me preguntó por el perro. Me dijo que si era mío y le dije que no. Guardé mis manos de nuevo en mi chaqueta y tapé mi boca con una bufanda, no es que hiciera mucho frío. Solo quería desaparecer y que ese hombre dejara de estar a mi lado. Pero no se iba, sentía que cada vez se acercaba más.
Por fin llegó el tren, me subí y el hombre me siguió a pocos centímetros. Pensé que acabaría como mi madre y, al sentir, que me agarraban del brazo mi corazón comenzó a latir con rapidez. Pero, sin esperarlo, el perro se abalanzó sobre el hombre ladrándole con fuerza. Lo alejó de mí, sacándolo del vagón. Le siguió ladrando hasta que las puertas se cerraron.
Yo estaba en shock, hasta que una señora que estaba sentada me dijo que controlara a mi perro. No le respondí nada, solo me senté. El perro se hizo a mi lado. Yo estaba llorando, saqué la mano de mi bolsillo para acariciar al perro y darle las gracias por lo que había hecho por mí.
Llegué a donde mi novio estaba con el perrito a mi lado, él tenía razón, no era nada grave por lo que me tranquilicé aún más. Él me preguntó por el perro, que parecía no alejarse de mí ni un segundo. Entonces le conté la historia y él, se agachó para darle las gracias también.
Al hacerlo, también averiguó si era niño o niña. Mi novio me dijo que debíamos ponerle nombre y antes de que me dejara contestarle o siquiera pensar en algo dijo: Llámemola Frida, como tu madre; si no te molesta.
Las lágrimas volvieron a mis ojos, lejos de molestarme, me agradaba la idea. Así podía sentir que mi madre seguía cuidando de mí y me había mandado este angelito de cuatro patas para ser mi protectora.
Desde entonces llevo conmigo a Frida a todos lados. A los que se puede, claro está, y aunque no pueda entrar. Ella me espera contenta en la casa, siempre dándome un gran abrazo cuando llego.
Frida fue la ayuda que necesitaba, poco a poco fui superando mi miedo y, ahora que han pasado tres años, espero que ella sea la que lleve los anillos al altar, pues nadie más que ella, el angelito que me envió mi madre, para acompañarme en ese día tan especial, justo como lo haría mi madre.
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